El afán del ser humano por conocer los detalles, las características
de un hecho trágico, de un asesinato, suicidio o cualquier otro hecho
lamentable, ha existido siempre, desde los inicios mismos de los medios masivos de
comunicación, la gente ha dado importancia a la crónica que narra o describe la
tragedia, el dolor el sufrimiento.
Thomas de Quincey escribió entre 1827 y 1854, los tres artículos
que conforman el libro “Del Asesinato Considerado Como Una de las Bellas Artes”,
donde es evidente el afán, morboso, de la gente de esa época, por conocer los
detalles, la narración de cualquier hecho trágico en los periódicos de ese
tiempo.
El afán de saber, de conocer los detalles de lo que sucede a
su alrededor, es consustancial a la condición humana.
Muchos recuerdan la famosa revista Sucesos, que durante
varios años circuló en el país, con una tirada de miles de ejemplares cada
semana, que eran esperados con avidez por un público sediento de conocer los
más sórdidos detalles de los crímenes que conmovían la conciencia nacional.
En fin, que existe un público ávido de conocer estos
hechos, de ver imágenes tétricas, de solazarse en el dolor o en la angustia
de los demás.
La interrogante siempre ha sido. ¿Hasta donde debemos, los
periodistas y los medios de comunicación, estimular el morbo de los lectores, de
los televidentes, de nuestros seguidores? ¿Cuál es el límite? ¿Qué tanto
difundir de las imágenes de un hecho, de una víctima?
La pregunta adquiere nueva relevancia, ahora que, con las
redes sociales y los llamados “teléfonos inteligentes”, cualquier puede,
publicar, compartir, imágenes de víctimas de accidentes, muertes violentas o
suicidios que pueden ser multiplicadas ad infinitum, por amigos y seguidores.
Hay, al mismo tiempo, un intenso llamado a la prudencia de
una parte importante de las personas, que ven, horrorizados, como se comparten
imágenes que resultan ofensivas a la dignidad de las víctimas, dolorosas para
sus familiares e inoportunas para los niños que cada día tienen más acceso a
estas redes sociales, por vía directa, o, indirectamente, al curiosear los
teléfonos de sus padres.
Es tiempo de tomar conciencia, de frenar esta sórdida
vorágine que busca llamar la atención con el dolor ajeno.
Seamos prudentes.
Basta con ponerse en el lugar de las
víctimas o sus familias para darnos cuenta que, si cualquiera de estos hechos
involucrara a algún familiar nuestro, difícilmente publicaríamos esos
contenidos.